20170321

Vivir un sueño ajeno

Chayote Lodge, Llano Bonito de Naranjo, Alajuela, Costa Rica

Anoche viví un sueño, pero no fue un sueño propio, sino un sueño ajeno. Pasé catorce horas en un lugar único en el planeta. La experiencia ha sido regenerativa, inolvidable, repetible. Llegué a las cinco de la tarde luego de una agradable manejada por las sinuosas calles que dibujan el camino desde el cruce de Naranjo en la carretera Interamericana hasta Llano Bonito, a once kilómetros del centro de Naranjo. Vi paisajes que no se encuentran en ningún otro lugar del mundo: campos recubiertos de diversos tonos de verde, casitas desperdigadas entre el bosque y los cultivos en las laderas, los contrastes de sol y de sombra que arroja la tarde, el aire cada vez más fresco al subir.

El atardecer desde allá arriba, a mil setecientos metros sobre el nivel del mar, fue majestuoso. A lo lejos, el inquieto volcán Turrialba y al otro extremo el golfo de Nicoya, mar dorado al bajar el sol. Serán más de cien kilómetros de visibilidad nítida, impecable. Por el noreste un cúmulo de nubosidad de color gris oscuro se asomó de repente sobre la loma, y se movía a la velocidad del fuerte viento que soplaba y silbaba entre los árboles que se mecían con la fuerza de cada ráfaga. Las tonalidades del cielo oscilaron entre el gris oscuro con cara de lluvia y las nubes blancas esponjosas a la distancia, y el azul profundo de parches despejados de cielo hacia el este y hacia el sur, y la llamarada en anaranjado rojizo amarillento que deja el sol al chocar con el horizonte, y el rosado que pinta unas nubes tardías que sobran, por si fueran poca cosa, al final del día. La nube negruzca dejó caer una garúa que se encontró con unos rayos de luz angulados e hicieron explotar un arcoíris para coronar el espectáculo. No era posible captarlo todo a la vez. Todo cambiaba a cada instante. Todo fluía en un complejo y hermoso caos.

La noche trajo más fríos y fuertes vientos que me acompañaron hasta dormirme, y su estruendo pudo despertarme un par de veces durante la noche. La noche también trajo consigo una intensa mancha de luz en el Valle Central. Acostado en la cama con la mancha de luz a través de la ventana me hizo recordar la primera vez que vi la Vía Láctea en la noche más estrellada que jamás he visto, en un remoto paraje llamado Carrancas en el interior del estado de São Paulo, Brasil. Ahí me terminó de enamorar Tauli. Fue su golpe de gracia dejarme desnudo, desposeído y desapegado en presencia del vasto universo, apenas cobijado por un humilde y acogedor cuartito construido con residuos materiales de objetos que vivieron una mejor época. Es cuando uno acepta que no necesita de nada más que el aire para respirar, que percibe cuan intenso es el amor verdadero. Anoche, hipnotizado por el movimiento de aquella mancha de luces amarillas, la extrañé intensamente antes de dormirme abrazado a una de las almohadas.

Cuando faltaban veinte para las cinco de la mañana desperté con los primeros chirridos inconsolables de un par de pájaros que conmemoraban la alborada, esa inconfundible convicción que percibe el espíritu de que el día está a punto de comenzar. Empatizo con ellos que celebran la vida, con ellos que conmemoran el día, que anticipan el sol, que bendicen la comida que están por tomar. Este amanecer es soberbio desde el atardecer de ayer que vi al sol por última vez. Disfruto de la luz, la celebro yo también, la registro, la comparto. El amanecer es la inminencia de que saldrá el sol aunque se acabe el mundo en este instante. Lo siento con fe intuitiva y convicción. Viví un par de larguísimos inviernos en el ártico noruego donde el sol no se asoma durante cuatro meses. Hoy lo conmemoro y lo homenajeo porque soy libre, porque soy consciente de mi libertad, y, lo que es más importante, porque deseo continuar siendo libre, hacerlo de manera sostenible, e invitar a otros a que se liberen de las cadenas que les roban la paz y la armonía, la forma de ser auténtica y la convicción de que la prosperidad, esa actitud de optimismo colectivo, nos permitirá construir mañana la mejor versión de nosotros mismos y de nuestra nación que jamás hayan existido.

Con esa misma convicción recuerdo haber escuchado, hace cuatro años en Tokio, a Rolando Campos contarme de su sueño imaginado, de su sueño realizable, del sueño que estaba decidiéndose a emprender. Y emprendió.

El amanecer no fue menos espectacular. Hacía frío y no había suficiente luz para saber si lo que intentaba escribir sería legible más tarde. Presenciar el cambio de luz cuando acaba la noche y comienza el día implica un cambio. Es salirse de una zona de confort aún en contra de nuestra voluntad. A menudo recuerdo la frase de que nada valioso ha salido jamás de una zona de confort y recuerdo por qué es que tengo que volver a Suiza, lejos de mi terruño, de mi paraíso, de mis pájaros y mis celajes, de mis montañas y mi aire fresco y mis días cálidos y mi clima perfecto y mi pueblo amigable y tantísimo amor que me rodea en este mi santuario tropical. Todavía queda un poco más por hacer.

Algunas nubes se cuelan en el Valle. Las empuja el sol que estremece todo a su paso. El viento, las aguas, la temperatura. Todo se mueve, todo fluye, todo cambia. El universo mismo ya es otro distinto del que era apenas un minuto atrás y es más vasto, más misterioso, más imponente que el que me vio amanecer este día. A ratos parece imperceptible el cambio de un minuto al siguiente. Una cámara no lo capta con fidelidad. Mis ojos, mis benditos ojos operados, sí. Ya puedo ver. Ya estoy escribiendo sobre el renglón. Ya no me siento tan solo. Ya recuerdo que estamos de paso y volveremos a la tierra, ese polvo de estrella que sobró de la explosión del universo y nos dejó desperdigados a la distancia perfecta de una estrella que habilita la vida en el planeta, el único que sabemos con certeza científica que hospeda vida. El sol es dios. Allá las montañas, los volcanes, las nubes, las luces sobrevivientes, una oscuridad por iluminarse. Aquí el viento frío, los inconsolables pájaros, los cafetos en la antesala del bosque, el movimiento de los árboles, mi soledad. Allá el esplendor. También aquí dentro de mí. Ha amanecido. El día ha empezado. Todo lo que está por suceder hoy es apenas una expectativa. Ni eso. Algo sucederá. No sabemos qué. Tenemos un plan. De alguna forma se alterará. Lo que planeamos podría no suceder. Se han extinguido todas las lucecitas. Más pájaros trinan. El canto es más alegre. Anuncian el porvenir. La prosperidad es cosa de nosotros.

Haber podido visitar y vivenciar el sueño de Rolando me ha conmovido en varios niveles. Me ha reiterado la nobleza de nuestra gente, labriega y sencilla, repleta de capacidad y talento para crear valor de talla mundial. Ese potencial lo traemos todos adentro sin excepción. Anoche, pese a la soledad que viví en el efímero episodio de mi novela amorosa, no hubiera preferido dormir en ningún otro lugar ni paraje exótico del mundo. También me ha hecho preguntarme qué sería de este país si otros diez mil soñadores como Rolando se convencieran de perseguir sus sueños y recorrer el panorámico y sinuoso camino que recorre el emprendedor en su aventura. Además de conmovido y admirado, estoy muy agradecido con Rolando por haberme permitido vivir una experiencia que me deja repletas las reservas de amor por la belleza de esta patria bella y amada y la calidad extraordinaria de su gente.


Hoy me he sentido todo el día muy sensible a la belleza que me rodea. El calor me hizo sudar y lo acepto. La presa me hizo hacer una pausa y la acepto. La conversación y el abrazo me han enriquecido. La lectura y el ejercicio me han hecho lúcido. El alimento me ha satisfecho. El amor ha crecido. Pasar una noche en Chayote Lodge ha sido terapia de la buena. Que se repita.