La situación que vive Costa Rica
es difícil. A pesar de que las últimas tres o cuatro generaciones de
costarricenses están en buena medida mejor que la anterior, hemos venido
acumulando un malestar que se ha generalizado. Todos estamos disgustados por
algo, algunos estamos disgustados por muchas cosas, y ventilar este disgusto se
ha convertido en un drama nacional del cual todos formamos parte. Tenemos a
disposición herramientas inimaginables apenas una generación atrás para compartir
información, para divulgar ideas, para generar diálogo constructivo, para
edificar una nación moderna y sostenible, y sin embargo las hemos empleado para
destruir. Lo digo con pleno conocimiento de causa, pues he visto, a la
distancia geográfica y precisamente a través de estas herramientas de
comunicación, cómo hemos ido profundizando heridas que nos segregan como
sociedad.
Esta división no es homogénea,
por decir algo, entre los del norte y los del sur, o entre los del Caribe y los
del Pacífico. Nos ha polarizado diametralmente en múltiples temas, y las
divisiones que se crean se profundizan con tiempo, se exacerban las animadversiones,
y van conduciendo, lentamente, a posiciones cada vez más arraigadas en
principios que nos atan a escenarios pasados y nos impiden avanzar. Lo que es
peor, nos van llenando de agresividad y nos induce a comportarnos de manera
violenta, tan violenta, que esta Costa Rica es irreconocible por alguien que
hubiera perdido el conocimiento hace 20 años y lo hubiera recobrado hoy.
Piensen ustedes en los temas que
se discuten en los medios de comunicación masiva y en las redes sociales. Sobre
casi todos ellos, casi todos nosotros tenemos una posición que es radicalmente
opuesta a la de otros conciudadanos: derechos civiles para personas del mismo
sexo; fertilización in vitro; reforma de impuestos; aumentos salariales del
sector público; posesión y uso de armas de fuego; director técnico de la
Selección Nacional de Fútbol; medidas fitosanitarias de comercio internacional;
manejo privado de la biodiversidad; tercerización de servicios de salud
pública; incineración de residuos; ampliación de carreteras; educación privada;
generación de riqueza; uso del recurso hídrico; transporte automotriz privado;
generación de energía geotérmica; y un sinfín de otros temas.
Alguna vez intentamos resolver
uno de estos temas por la vía del referéndum, un mecanismo institucional
democrático y civilizado, y fue como si hubiésemos lanzado una moneda al aire,
y mientras daba vueltas en el aire y esperábamos todos atentos su desenlace
final, aprovechamos para darnos de garrotazos los unos a los otros, a ambos
lados de la zanja que creamos respecto al tema. Al cabo de seis históricos y
agotadores meses, el resultado final fue respetado plenamente por todos, pero
los garrotazos que dimos y recibimos causaron heridas que todavía hoy se
resisten a cicatrizar. A pesar de que fuimos respetuosos de la
institucionalidad democrática, nos maltratamos con un grado de violencia que
sólo me hace pensar qué hubiera sucedido si el nuestro aún hubiera sido un
Estado con ejército. Haberlo abolido fue un paso gigante que nos fue
convirtiendo, generación tras generación, en una cultura desmilitarizada.
Lamentablemente, no fue suficiente para transformarnos en una cultura de paz.
La paz no es un destino, sino un
camino. No se llega a la paz, sino que se recorre el camino, cualquiera que
sea, ejercitando valores que edifican la armonía y la solidaridad y la
felicidad de las gentes de manera sostenible. La única manera de fortalecer un
valor es practicándolo. Si queremos justicia debemos ser justos. Si queremos limpieza
debemos ser limpios. Si queremos vivir en un país desarrollado debemos
comportarnos como tal. Las manifestaciones de incivilización que estamos viendo
crecer con los días y semanas y meses y años me obligan a preguntarme –a
preguntarles- ¿estamos yendo en la dirección correcta? ¿Es este el rumbo hacia
la virtud? ¿Es este el legado que queremos dejar a la siguiente generación?
La religión india del jainismo
considera que violencia es todo aquello que altera la armonía. Fíjese a su
alrededor y vea, a través de ese fino lente cultural, todo lo que altera su
armonía, desde el locutor que pega gritos en la radio hasta el chofer que se
salta el “ceda”, el adulto que escupe en la acera, la señora que bota sus
residuos a la calle, la presa de tránsito que atrasa el poco rato de afecto con
nuestros seres más queridos, el asaltante que nos roba la cartera, el
traficante que regala drogas en la escuela de sus hijos, el vengador que
asesina al vecino, el choque del conductor ebrio, el impedimento que unos pocos
le endilgan a una inmensa mayoría de transitar por una vía pública, el
comentario soez en la red social, el abogado y el contador que ayudan a su
cliente a evadir impuestos, el oficial que abusa de su autoridad, el burócrata
que aplica el tortuguismo, el funcionario que recibe sobornos, el sujeto que se
los entrega.
Creo
que me he dado a entender y no necesito enumerar más ejemplos. Mi firme deseo
es que el poder de uno –aquel poder que tiene cada uno de nosotros- lo usemos
para crear conciencia respecto a la urgencia, la importancia, lo indispensable
que es reducir significativamente los niveles de violencia con los que nos
comportamos. Que cada uno de nosotros haga conciencia primero con el espejo, y
luego con el vecino, con el que compartimos el lecho, con los hijos o alumnos o
pacientes o feligreses bajo nuestro resguardo, con nuestros colegas, parientes
y amigos. Que alcancemos una masa crítica de ciudadanos responsables, maduros,
serios, comprometidos, que entiendan y decidan participar de lleno en la
edificación de una nación que se destaque por ser una cultura de paz. Si
resolvemos este complicado entuerto de la violencia, nos enfilaremos en el
camino de la nación desarrollada, justa y sostenible que todos imaginamos
posible.