20150710

Entuerto de la violencia

La situación que vive Costa Rica es difícil. A pesar de que las últimas tres o cuatro generaciones de costarricenses están en buena medida mejor que la anterior, hemos venido acumulando un malestar que se ha generalizado. Todos estamos disgustados por algo, algunos estamos disgustados por muchas cosas, y ventilar este disgusto se ha convertido en un drama nacional del cual todos formamos parte. Tenemos a disposición herramientas inimaginables apenas una generación atrás para compartir información, para divulgar ideas, para generar diálogo constructivo, para edificar una nación moderna y sostenible, y sin embargo las hemos empleado para destruir. Lo digo con pleno conocimiento de causa, pues he visto, a la distancia geográfica y precisamente a través de estas herramientas de comunicación, cómo hemos ido profundizando heridas que nos segregan como sociedad.

Esta división no es homogénea, por decir algo, entre los del norte y los del sur, o entre los del Caribe y los del Pacífico. Nos ha polarizado diametralmente en múltiples temas, y las divisiones que se crean se profundizan con tiempo, se exacerban las animadversiones, y van conduciendo, lentamente, a posiciones cada vez más arraigadas en principios que nos atan a escenarios pasados y nos impiden avanzar. Lo que es peor, nos van llenando de agresividad y nos induce a comportarnos de manera violenta, tan violenta, que esta Costa Rica es irreconocible por alguien que hubiera perdido el conocimiento hace 20 años y lo hubiera recobrado hoy.

Piensen ustedes en los temas que se discuten en los medios de comunicación masiva y en las redes sociales. Sobre casi todos ellos, casi todos nosotros tenemos una posición que es radicalmente opuesta a la de otros conciudadanos: derechos civiles para personas del mismo sexo; fertilización in vitro; reforma de impuestos; aumentos salariales del sector público; posesión y uso de armas de fuego; director técnico de la Selección Nacional de Fútbol; medidas fitosanitarias de comercio internacional; manejo privado de la biodiversidad; tercerización de servicios de salud pública; incineración de residuos; ampliación de carreteras; educación privada; generación de riqueza; uso del recurso hídrico; transporte automotriz privado; generación de energía geotérmica; y un sinfín de otros temas.

Alguna vez intentamos resolver uno de estos temas por la vía del referéndum, un mecanismo institucional democrático y civilizado, y fue como si hubiésemos lanzado una moneda al aire, y mientras daba vueltas en el aire y esperábamos todos atentos su desenlace final, aprovechamos para darnos de garrotazos los unos a los otros, a ambos lados de la zanja que creamos respecto al tema. Al cabo de seis históricos y agotadores meses, el resultado final fue respetado plenamente por todos, pero los garrotazos que dimos y recibimos causaron heridas que todavía hoy se resisten a cicatrizar. A pesar de que fuimos respetuosos de la institucionalidad democrática, nos maltratamos con un grado de violencia que sólo me hace pensar qué hubiera sucedido si el nuestro aún hubiera sido un Estado con ejército. Haberlo abolido fue un paso gigante que nos fue convirtiendo, generación tras generación, en una cultura desmilitarizada. Lamentablemente, no fue suficiente para transformarnos en una cultura de paz.

La paz no es un destino, sino un camino. No se llega a la paz, sino que se recorre el camino, cualquiera que sea, ejercitando valores que edifican la armonía y la solidaridad y la felicidad de las gentes de manera sostenible. La única manera de fortalecer un valor es practicándolo. Si queremos justicia debemos ser justos. Si queremos limpieza debemos ser limpios. Si queremos vivir en un país desarrollado debemos comportarnos como tal. Las manifestaciones de incivilización que estamos viendo crecer con los días y semanas y meses y años me obligan a preguntarme –a preguntarles- ¿estamos yendo en la dirección correcta? ¿Es este el rumbo hacia la virtud? ¿Es este el legado que queremos dejar a la siguiente generación?

La religión india del jainismo considera que violencia es todo aquello que altera la armonía. Fíjese a su alrededor y vea, a través de ese fino lente cultural, todo lo que altera su armonía, desde el locutor que pega gritos en la radio hasta el chofer que se salta el “ceda”, el adulto que escupe en la acera, la señora que bota sus residuos a la calle, la presa de tránsito que atrasa el poco rato de afecto con nuestros seres más queridos, el asaltante que nos roba la cartera, el traficante que regala drogas en la escuela de sus hijos, el vengador que asesina al vecino, el choque del conductor ebrio, el impedimento que unos pocos le endilgan a una inmensa mayoría de transitar por una vía pública, el comentario soez en la red social, el abogado y el contador que ayudan a su cliente a evadir impuestos, el oficial que abusa de su autoridad, el burócrata que aplica el tortuguismo, el funcionario que recibe sobornos, el sujeto que se los entrega.

Creo que me he dado a entender y no necesito enumerar más ejemplos. Mi firme deseo es que el poder de uno –aquel poder que tiene cada uno de nosotros- lo usemos para crear conciencia respecto a la urgencia, la importancia, lo indispensable que es reducir significativamente los niveles de violencia con los que nos comportamos. Que cada uno de nosotros haga conciencia primero con el espejo, y luego con el vecino, con el que compartimos el lecho, con los hijos o alumnos o pacientes o feligreses bajo nuestro resguardo, con nuestros colegas, parientes y amigos. Que alcancemos una masa crítica de ciudadanos responsables, maduros, serios, comprometidos, que entiendan y decidan participar de lleno en la edificación de una nación que se destaque por ser una cultura de paz. Si resolvemos este complicado entuerto de la violencia, nos enfilaremos en el camino de la nación desarrollada, justa y sostenible que todos imaginamos posible.