20151118

La dinámica del terror

Un acto terrorista afecta a toda la humanidad, sin importar si se es víctima directa o indirecta. Algunas víctimas lamentablemente no viven para contar su drama; otras acarrean el trauma a lo largo de sus vidas; al resto, que somos la inmensa mayoría, suele embargarnos el miedo. El terrorismo es poderoso porque nosotros lo permitimos. 

No tendría sentido intentar consolar a los sobrevivientes o a los parientes de víctimas fatales de un ataque terrorista diciéndoles que todos nos sentimos igual, que el dolor y el sufrimiento ha caído de igual manera sobre nosotros. Simplemente no es así. 

En realidad, el terrorismo no tiene el propósito de causar el mayor daño posible. Tan solo tiene un objetivo, que es infligir el mayor miedo a la mayor cantidad de personas por el mayor tiempo posible. En ese sentido, millones de millones de personas son víctimas por el resto de sus vidas. 

Sólo en 2015, ha habido casi 10.000 homicidios con arma de fuego en Estados Unidos. Es más de tres veces el número de muertos por terrorismo en territorio estadounidense desde el 11 de setiembre. Esta otra forma de violencia aleatoria también inflige miedo en toda la población local e incluso más allá de sus fronteras. 

El origen del miedo es relativamente simple: nos exponemos a cierta información sobre un hecho indeseable que le ha sucedido a alguien, y lo proyectamos como algo que podría sucedernos en nuestro futuro. Entre más aumenta el miedo, más aumenta el nivel de certeza de que aquel hecho siniestro nos sucederá. 

Una de las consecuencias negativas de la globalización ha sido el terrorismo religioso. Algunos alegan que, desde hace 500 años, en nombre del dios cristiano, millones fueron "bautizados a muerte" durante los días de reyes europeos en sus aventuras coloniales ultramares. No obstante, los últimos 20 años, el tipo de terrorismo que hemos visto, el que se transmite de día y de noche por televisión y por redes sociales, nos ha hecho a todos muy temerosos. Hemos sido aterrorizados, especialmente en culturas occidentales, donde por varias generaciones no hemos estado expuestos ni cerca de tales niveles de repudiable violencia. Entre más aterrorizados estamos, más apetito desarrollamos por consumir aquel terror noticioso, aún en nuestros dispositivos electrónicos de bolsillo. 

Ver los noticieros -especialmente vídeos- sobre ataques terroristas, refuerza la creencia de que algo tan horrible como eso nos podría suceder. Desata una sensación permanente de miedo y terror. Termina quebrándonos, entregándonos a la esclavitud que surge no cuando un hombre somete a otro, sino cuando una persona se rinde y entrega sus propias libertades. 

El miedo es una actitud. Podemos elegir el miedo o podemos elegir cualquier otra actitud. Tan sencillo como eso. Podemos, por ejemplo, elegir ser valientes. O compasivos. O proactivos, empáticos, lo que deseen. Si lo hacemos, percibiremos diferentes estados de ánimo y otros sentimientos, no solo dentro de nosotros mismos sino hacia los demás. Nuestro impacto en la sociedad sería diferente. Nuestro liderazgo sería constructivo. Nuestro carácter brillaría de virtud. 

El miedo paraliza. Nos debilita. Nos roba el sentido de optimismo, nuestra ilusión por un futuro más próspero, nuestra voluntad de ser buenos samaritanos, ciudadanos ejemplares, mejores personas en general. 

A todos nos duele el terror. Si sobrevivimos, y más aún si no hemos sido ni testigos de tales actos de indescriptible horror, debemos sacudirnos el polvo, limpiarnos las lágrimas y ponernos de nuevo de pie. Este mundo necesita más gente buena haciendo lo correcto: amar, cuidar a los necesitados, guiar, liderar. En palabras de Edmund Burke, "basta que las buenas personas no hagan nada para que el mal prevalezca."

20151116

Enajenación y civilización: de París para el mundo

La semana pasada estuve por un par de horas en un restaurante en République, el barrio parisino donde este fin de semana un bar fue escenario de un horrible episodio de brutal y letal violencia. Ayer me imaginaba en aquel mismo lugar corriendo despavorido desde mi mesita en el rincón, empujando sillas y mesas intentando evadir las balas, siendo golpeado y empujado por otros en la desesperada estampida, sintiendo los latidos del corazón en la garganta y  la adrenalina invadiendo todo mi cuerpo, enfocado en escapar de aquella infernal escena demencial, siendo alcanzado por una bala mortal y sabiendo que ese era el fin de mi historia: asesinado al azar, víctima de la enajenación que ha invadido a muchos hombres de mi generación.

La enajenación es el distanciamiento o pérdida de contacto con la realidad. Entre las múltiples causas que podrían conducir a ella están el consumo de drogas, el fanatismo deportivo, la ficción de los libros, películas de cine y vídeo juegos, la religión, la exclusión social, la violencia y toda forma de adoctrinamiento. Los perpetradores de estos atroces actos de terror, en París y en otros lugares alrededor del mundo, están enajenados.

No hay una causa o explicación simple. Algunos de ellos pertenecen a la “generación perdida”, muchachos que migraron a Europa siendo niños y fueron marginados por la sociedad. Desde el 11 de setiembre de 2001, los musulmanes en el mundo entero han sido injustamente estigmatizados como una cultura violenta con una religión violenta. Ellos crecieron bajo la promesa de un futuro más próspero pero la crisis económica más grande en décadas ha mantenido a millones de adultos jóvenes, educados y saludables, desempleados y desprotegidos. Han sido víctimas de violencia estructural, que es cuando un sistema desarmonizado inflige dolor y sufrimiento a un grupo de personas. La violencia siempre engendra violencia. Ellos se han convertido en reclutas idóneos de organizaciones paramilitares que están librando una guerra de enajenación. El así llamado “Estado Islámico” es el tipo más notorio, estructurado y poderoso de organización enajenada.

La civilización no es inherente a la humanidad. Como especie, hemos evolucionado sociopolíticamente hasta convertirnos en seres civilizados. Entre los valores civilizados, considero que la paz es el más precioso, forjado a lo largo de milenios, a través de culturas y generaciones que han visto y peleado largas y mortíferas guerras y han sido expuestas a niveles viciosos de violencia. En ese contexto, pido prestada la definición de paz de Galtung: la habilidad de transformar conflictos de manera creativa y empática. Esta es, en gran medida, la manera en la que muchas naciones alrededor del mundo lidian con conflictos. Desafortunadamente, ese aún no es el caso para todas las naciones.

Para quienes aspiramos a ser civilizados, tenemos la obligación de comportarnos y reaccionar pacíficamente, esto es, con empatía aún hacia los perpetradores -tan difícil como resulte- y de manera creativa en busca de soluciones para un conflicto que es más profundo y extenso de lo que nos gustaría creer.

No existe diferencia entre una matanza dentro de un teatro en París durante un concierto de rock o en una sala de cine en Colorado durante la proyección de una película de Batman. No existe diferencia entre un tiroteo en un bar en République y un tiroteo en una guardería de preescolar en Newtown, Connecticut. Los verdugos perdieron contacto con la realidad. Gandhi decía que las armas no son el problema, pues siempre había un dedo que halaba el gatillo. El problema yace dentro de nosotros mismos, en nuestras creencias, en la estrechez de mente y en la arrogancia que nos hace interpretar que estamos en lo correcto mientras otros están equivocados.


Sugerir que una particular religión es culpable por esto es equivalente a lo que hizo Hitler: estigmatizar y perseguir a los judíos durante el Holocausto, un genocidio que pertenece a un episodio incivilizado de la historia de la humanidad.