20140427

Azul - (publicado en Cuentos Verdes, 2012)

Este cuento fue incluido como una de las 10 obras ganadoras del concurso y posterior publicación "Cuentos Verdes" en 2012, organizada y patrocinada por Lápiz de Bambú, Editorial Epsilem, Fundación Neotrópica y Su Papel. 
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Daniel, el hermano mayor de Iván, estudiaba en la universidad. Cursaba el tercer año de la carrera de arqueología. Iván, un pre-adolescente en segundo año de colegio, admiraba a su hermano y lo quería muchísimo. Esta era la primera vez que Daniel se iba de la casa por un período prolongado e Iván anhelaba verlo de nuevo.

Los padres de ambos acordaron visitarlo por el fin de semana en su estudio de campo en Diquís, adonde Daniel afanosamente intentaba elaborar explicaciones académicas sobre las majestuosas esferas de piedra de aquel misterioso valle. Hacía un mes que no lo veían.

Iván tenía prohibido este fin de semana usar su perenne vídeo juego, que lo cargaba como un parásito adonde fuera. Sus padres querían que prestara más atención al proyecto universitario de su hermano y que interactuara más con la gente en el lugar. Así que después de muchas horas aburrido en el carro desde la madrugada, finalmente pudo estirar las piernas al mediodía al llegar a Palmar.

Hacía calor. Estaba muy húmedo, como siempre y no se movía ni una hoja. Brillaba el sol y resplandecía el cielo azul aunque se divisaban nubarrones grises y densos a la distancia que presagiaban aguaceros. Llovería en la tarde. El sonido ensordecedor de las cigarras era irritante para Iván.

Daniel los recibió con abrazos efusivos. “Qué, Ivancho, en to’as?”, saludó a Iván. “Pura vida”, respondió este. “No se pierda en los matorrales porque por ahí asustan”, advirtió Daniel. Inmediatamente esto llamó la atención de Iván, acostumbrado a catacumbas y acertijos en sus juegos de vídeo. Se desconectó de la conversación de su hermano con sus padres y comenzó a explorar el terreno.

Había unas bicicletas apoyadas en la varanda. “Y esas biclas?”, le preguntó Iván a su hermano. “La roja es mía”, dijo Daniel. Procedió Iván a travesearla. La montó para dar una vuelta y decidió entrar en uno de los senderos. Después de un par de curvas, llegó a una explanada que más parecía un charral que había sido chapeado hacía un mes. En el centro del lote yacía una enorme esfera de piedra. Pese a que estaba a unos cuantos pasos de distancia, no se podía llegar en bicicleta entre la maleza. Así que decidió volver al sendero.

Cuando volteaba la bicicleta vio la silueta de una niña esconderse detrás de la piedra. “Ey!”, le gritó Iván. Ella no respondió. Se bajó de la bicicleta y fue tras ella en el zacatal que rodeaba la esfera. Era ciertamente enorme, de unos dos metros y medio de diámetro y montada sobre una base también de piedra de unos 30 centímetros que la hacía verse aún más grande.

“¡Ey!”, escuchó que le decían. Iván miró hacia arriba y la encontró subida en la gran piedra. No podía verle el rostro, sólo su silueta que lo cubría del sol. “¿Cómo se subió?”, le preguntó él, asombrado. “Trae la bicicleta y te ayudo”, instruyó ella.

Él corrió entre la maleza que alcanzaba la altura de sus rodillas y con dificultad forzó la bicicleta hasta la piedra. La apoyó y se paró lentamente en la barra, después colocó un pie en el asiento y otro sobre la manivela. Aún así, los brazos extendidos no le llegaban al polo superior de la esfera que estaba caliente por el sol.

 “¡No llego!”, reclamó Iván. La niña se acostó boca abajo en la cúspide de la esfera y extendió sus brazos hasta que sus manos encontraron las de él. “¡Salta!”, le ordenó ella mientras lo haló hasta arriba con una fuerza y una sutileza que sorprendieron a Iván.

“¡Jué, qué alto!”, advirtió él, con asombro. “Cómo te llamas?”, preguntó ella. “Iván”, respondió escuetamente. “Yo soy Azul”, replicó ella. “Ese es tu nombre?”, cuestionó Iván. “Así quiero llamarme”, sentenció ella.

Azul no era una niña. Era una anciana de piel arrugada y pelo blanco atado en una trenza. Vestía una camisa blanca de manga larga que le bajaba casi hasta las rodillas y un pantalón de manta color marrón. Su tono de voz era dulce, amigable. No sonaba como la anciana que era y su fuerza tampoco era la de una persona mayor.

“¿Y qué hace aquí?”, preguntó, curioso, Iván. “Aquí he vivido por mucho tiempo”, respondió Azul, “¿y tú?” “Vine con mi familia a visitar a mi hermano.” “Daniel”, agregó ella, en tono interrogatorio. “¿Cómo sabe? ¿Lo conoce?”, consultó él, sorprendido. “Sé quién es, pero nunca hemos hablado. Le agradezco que quiera y cuide tanto mis piedras”, dijo Azul, acariciando la roca en la que estaban ambos sentados.

“¿Son muchas?”, preguntó Iván. “Cientos”, dijo ella, “pero quedan pocas aquí. Se las han ido llevando”, agregó. “Quiénes?”, inquirió Iván. “Distintas personas. Estuvieron bien resguardadas hasta que llegaron los que vinieron a botar el bosque y matar los animales. Aquí había un bosque interminable lleno de humedales y miles de animales. Todo se ha ido extinguiendo y sólo queda el recuerdo de lo que fue”, dijo Azul, con evidente nostalgia.

“Yo no veo muchos animales por acá, aparte de la cantidad de mosquitos y cigarras”, musitó Iván, creyendo consolarla. “Si quieres, te enseño cómo era todo esto”, propuso Azul, “cierra los ojos y te llevo con la mente.” Iván accedió.

“Toma una respiración profunda y exhala lentamente,” comenzó Azul. “Sentirás que tu cuerpo es muy leve y flota sobre la piedra…” Iván sintió que flotaba en el aire y comenzó a visualizarse por encima de la piedra, luego por encima de la selva, y pronto pudo visualizar las dos costas ricas del istmo centroamericano. “Vas a sentir que viajas a la velocidad de la luz y más, y sentirás que transcurre mucho tiempo en pocos segundos”, continuó ella. “Lentamente, volvemos a la piedra”, murmuró Azul.

El descenso fue veloz y, al aproximarse a la esfera, Iván percibió la selva diferente. Lo que era pasto y maleza se había tupido de inmensos árboles. Volaban múltiples bandadas de aves multicolores. Los sonidos animales provocaban un barullo escandaloso. Aves piaban, congos aullaban, ranas croaban. Manadas de monos se desplazaban con asombrosa agilidad entre las ramas de los árboles. Parecía que jugaban. Unos eran de cara blanca. Otros más oscuros de brazos extensos. Aún otros, los más ágiles de todos, bajaban al suelo, corrían, subían de nuevo, chillaban ruidosamente. ¡La selva parecía estar de fiesta!

El suelo estaba cubierto de hojas secas y había familias enteras de mapaches, tepezcuintes y zorrillos por doquier. Una que otra serpiente anidaba o guindaba de los árboles. También se divisaba algún ocelote con cría y una manada de tapires que recorrían la orilla de un riachuelo.

“¿Cuánto tiempo ha transcurrido?”, preguntó Iván “¡todo cambió muy rápido!”, exclamó. “Nos hemos devuelto 600 años en el tiempo. Así lucía esta selva entonces”, afirmó Azul. “¿Y por qué cambió tanto?”, consultó de nuevo él. “¿Un incendio?”, sugirió. “Ha habido muchísimos, siempre. Cuando cae un rayo y algún árbol se incendia, el fuego se propaga velozmente por las hojas secas del suelo. Eso le cae bien al bosque pues las cenizas le agregan fertilidad a la tierra,” explicó ella.

“Tal vez algunos extraterrestres vinieron y se llevaron los árboles,” continuó elaborando Iván. “¡Te acercas a la respuesta correcta!”, anunció Azul. “Sólo que no eran seres de otro planeta, sino de este mismo,” sentenció. “¿Y por qué lo hicieron?”, inquirió Iván.

“Tu pregunta es pertinente. La persona que entra al bosque a llevarse algo no lo hace pensando en causar un daño sino en obtener un beneficio. Sin embargo, desconoce el costo que tiene para el bosque aquello que se ha llevado. Podemos entrar al bosque y llevarnos los frutos maduros de los árboles. Uno de los costos es el tiempo que le tomará a esos árboles producir nuevos frutos maduros. Si entramos al bosque y nos llevamos los árboles que daban frutos, el costo es mucho mayor pues, aparte del tiempo necesario para que vuelvan a crecer nuevos árboles, tampoco habrá más frutos,” ilustró Azul.

“Pero no todos los árboles dan frutas”, afirmó Iván. “Precisamente,” agregó Azul, “el que se lleva el árbol pensando no en sus frutos sino en su madera para leña o para construcción sigue procurando el beneficio sin pensar en el costo de renovación del árbol en el ecosistema.” Iván quería saber más: “¿Cuánto tiempo dura creciendo un árbol?”

“Depende de la especie. En estos bosques ha habido especies que requieren quinientos años para alcanzar la madurez, como el guayacán real,” explicó Azul. “¡Quinientos años!”, exclamó Iván, atónito. “Entonces si los sembramos hoy jamás los veré madurar!”, agregó.

“Así es. Sin embargo, los miles de árboles de quinientos y más años de madurez han sido talados en procura de beneficios que el bosque ha generado para algunas personas en el pasado,” analizó Azul.

“Pero ¡nos hemos quedado sin árboles! ¡No tenemos ni frutas ni madera…!”, recriminó Iván. “Ni bosque, ni nidos de aves, ni hojas secas para producir nueva tierra,” añadió Azul. “La degradación de un ecosistema desplaza la vida habitual del bosque –su hábitat- y disminuye permanentemente la riqueza natural del medio ambiente,” explicó.

“¿Cómo se mide la riqueza del bosque aparte de frutas y madera?”, consultó Iván. “El aire limpio y el agua potable que consumimos viene, en buena parte, de los árboles que liberan el vapor de agua que forma nuevas nubes y lluvia. También liberan oxígeno, esencial para la respiración de las especies animales. Imagínate que tuvieras que pagar por limpiar el aire y el agua. ¿Cuánto te costaría?”, planteó ella. “Sería carísimo…”, intuyó Iván. “Y además prácticamente imposible que el ser humano produzca todo el oxígeno y vapor de agua necesarios para que florezca la vida en el planeta entero. Esos son servicios ambientales por los que no pagamos pero son la esencia para la vida. Es la mayor riqueza que existe,” concluyó Azul.

“Pero también necesitamos comer y construir casas, mesas, sillas…”, declaró Iván. “Por supuesto, y eso nos obliga a buscar el balance entre lo que podemos llevarnos del bosque y el tiempo que tomaría regenerar aquello. Por ejemplo, si hay una siembra de manzanas que produce suficiente para que todos comamos, pareciera que lo mejor es llevarse las frutas pero no los árboles,” explicó Azul. “Continuemos la visualización,” propuso ella.

Iván visualizó elevándose de nuevo y desplazándose por encima del enorme bosque. Veía caudalosos ríos y voluminosas cascadas rodeadas de un espeso manto pintado de diferentes tonos de verde. Parecía tener la textura de una suave alfombra. Iván siguió los caminos dibujados por las cascadas y los ríos elevándose entre las montañas cubiertas de niebla, nubes y alguna llovizna.

“Estamos llegando al Gran Valle del Jaguar,” anunció Azul. Iván divisó tres protuberancias a lo largo de la inmensa cordillera. Los cráteres de tres volcanes eran imponentes muestras de la entraña de la Tierra que busca salida para respirar y liberar energía de vez en cuando.

“¿Por qué se llama así?”, preguntó Iván. “Este lugar es sagrado,” inició Azul. “Por miles de años las cenizas de estos volcanes han bañado el bosque del valle y lo han convertido en la tierra más fértil de la región. Los árboles aquí crecen más rápido, más alto, más fuertes. Los frutales dan frutos todo el año. Aquí siempre es fresco, siempre es soleado, siempre hay agua. La fiesta de la selva que viste en el Diquís aquí se hace carnaval. Aquí encuentras a los reyes de la selva porque es donde hay más comida. Aquí reina el jaguar y la pantera. Son criaturas imponentes, maravillosas,” agregó.

“¿Peligrosas?”, inquirió Iván. “El jaguar y la pantera son celosos de su territorio, igual que muchos otros animales e incluso los seres humanos. Ellos suelen buscar alimentos del tamaño de sus necesidades. Son grandes cazadores. Pueden subir a los árboles y nadar con agilidad. De noche son infalibles. Además, las panteras son invisibles en lo oscuro, y además sigilosas, que de un zarpazo neutralizan a cualquier presa. Por eso los pobladores de lugares aledaños consideran al Gran Valle sagrado. Es hermoso,” manifestó Azul. “Al amanecer y al atardecer hay estremecedor concierto de aves, desde el melodioso yigüirro hasta el armónico cuyeo…”, continuó.

“¿Qué es un cuyeo?”, preguntó Iván. “Hace días no se oyen. Su nombre es una onomatopeya, pues es una pequeña ave que, con su característico sonido, pareciera estar diciendo ‘cuyeocuyeo…’”, explicó Azul. “Se han ido con los bosques, sobre todo con las especies de árboles frutales que es de lo que se alimentan esa y otros cientos de especies de aves más en estas tierras,” lamentó Azul. “Cientos?”, repreguntó Iván. “Claro! Por aquí habitan más de ochocientas especies diferentes de aves. Todas necesitan árboles para anidar o frutas para alimentarse,” respondió ella.

Iván se visualizó sobrevolando los bellos montes que dan inicio a las extensas praderas del Pacífico norte. “Este es el bosque tropical seco, una joya en el ecosistema planetario,” avisó Azul. “¿Cuál es su riqueza?”, consultó Iván. “Es un bosque muy cambiante según la temporada. En época seca los árboles pierden su follaje. Parecen esqueletos. Los animales grandes, como venados y monos, migran a otras zonas en busca de comida. En la época de lluvias regresa la vida a la zona con el florecimiento de árboles y el correr de riachuelos que forman grandes lagunas y humedales río abajo. Regresan los venados, proliferan los anfibios como ranas, serpientes e iguanas y abundan los monos.

“¿Es posible recuperar el bosque?”, continuó preguntando Iván. “Claro que sí, sólo que toma muchos, muchos años,” explicó Azul, “lo importante es sembrar nuevos árboles y garantizar que llegarán a maduros. Eso es lo importante de proteger bosques para la posteridad,” agregó. “¿Como los Parques Nacionales?”, consultó Iván. “Exactamente,” respondió ella. “¿Y por qué no hay más parques nacionales?”, inquirió Iván, siempre acucioso. “Es una buena pregunta y me temo que no tengo una buena respuesta,” respondió Azul con franqueza. “Es un esfuerzo nacional que tiene grandes beneficios para todos, no sólo para el pueblo sino también para la biodiversidad local y para la vida en el planeta. Lo mismo se puede hacer con las zonas costeras, protegiendo las que aún mantienen su ambiente natural o tienen alguna característica particular en el ecosistema. Por ejemplo, las playas donde anidan tortugas. Hay pocos lugares en el mundo adonde esto sucede. En estas ricas costas anidan cinco de las siete especies de tortugas marinas en el mundo,” celebró ella.

 “¡Qué riqueza!”, exclamó Iván. “Sin embargo pocas personas lo saben,” lamentó Azul. Todavía es mucho lo que se puede avanzar en bio-alfabetización,” planteó ella.

“¿Qué es eso?”, preguntó Iván. “¿A qué te suena?”, devolvió Azul. “Suena como a saber leer biología,” sugirió Iván, casi riéndose. “¡Muy bien! Es saber leer y entender los procesos biológicos, o sea, los procesos de la vida,” aclaró ella, y agregó: “Como el ciclo del agua y del oxígeno que hablábamos antes, y el proceso de descomposición de desechos orgánicos para la creación de nueva tierra fértil, las cadenas alimenticias entre especies, la fotosíntesis para el crecimiento de materia vegetal que es alimento para todos, y por supuesto que también es importante entender el proceso del cambio climático del cual se habla hoy en día.”

“¿El calentamiento global?”, tanteó Iván. “Sí, esencialmente ese es el síntoma más evidente y es un aumento en la temperatura a largo plazo en todo el planeta. En los últimos 30 años la temperatura promedio en la Tierra ha subido casi un grado centígrado. Eso afecta el ciclo del agua pues derrite el hielo en los polos y glaciares, aumenta la evaporación de agua de mar y altera la estabilidad de ecosistemas, conduciendo a miles de especies vivas a la extinción,” sentenció Azul. “¿Sabes qué provoca el cambio climático?”, le preguntó a Iván.

“¿Serán los gases de efecto invernadero?”, sugirió él, en tono interrogatorio. “Sí, en buena parte,” respondió Azul. “En realidad el vapor de agua es uno de esos gases que retiene el calor en el planeta e impide que regrese al espacio exterior. También hay un efecto importante en el clima global por cuenta de la deforestación. Los bosques absorben mucho carbono del aire, así que al cortar bosque reducimos la capacidad del planeta de limpiar los gases contaminantes de la atmósfera,” agregó.  

“Entonces ¿cómo se resuelve este gran problema?”, consultó Iván, preocupado. “Se requerirá un cambio de conciencia. Esto sólo sucederá cuando entendamos las causas y consecuencias del conflicto. Cada persona tiene un efecto en el medio ambiente. Debemos reducir la degradación ambiental, o sea, el efecto negativo, y aumentar la regeneración, que es el efecto positivo en el medio ambiente,” explicó Azul.

“Por eso es importante la bio-alfabetización,” afirmó Iván. “Es esencial,” decretó ella, “si no entendemos que vivimos en un planeta vivo, será imposible respetar los elementos que hacen posible el florecimiento de la vida en el planeta,” concluyó.

 “¡Es muy interesante!”, exclamó Iván con deleite, “hasta tengo ganas de ir a clase de ciencias el lunes!”

“Si quieres, regresamos a la piedra,” propuso Azul.

Iván visualizó de nuevo las planicies del Pacífico norte. Volaron por encima de la cuenca del gran Tempisque hasta el Golfo de Nicoya. Desde ahí se veía el litoral imponente: oleaje fuerte -no tan pacífico- brisa de mar, selva verde hasta la orilla de la playa. En el mar se veían sombras grandes de ballenas con sus crías y sombras más pequeñas de delfines, tiburones, atunes, peces espada y una innumerable variedad de escuelas de peces de menor tamaño. Iván se sentía emocionado y orgulloso de provenir de esta costa rica. ¡Riquísima!

Llegaron pronto a Sierpe, a ese magnífico fiordo tropical que es el Golfo Dulce. Se adentraron sobre el bosque y pronto divisaron la esfera de piedra y descendieron nuevamente sobre ella.

“Ya puedes abrir los ojos,” anunció Azul. “¡Qué experiencia más fantástica!”, exclamó Iván. Azul no respondió. Iván miró a su alrededor y Azul ya no estaba. Cerró los ojos de nuevo intentando visualizarla y no lo logró. Luego se percató de que no podía recordar el rostro de ella. Recordaba su voz y su camisa blanca de manga larga y nada más.

 “¡Ydiay güevinches! ¿Qué te habías hecho?”, escuchó la voz de su padre, quien estaba en el sendero al borde del matorral que rodeaba la gran esfera de piedra. “¡Te hemos buscado por todas partes! ¿Cómo te encaramaste en esa piedra?”, preguntó, suspicaz, el señor. Había transcurrido una hora y estaban preocupados por Iván. “¡Bajate de ahí y vamos a almorzar, rápido!”, comandó su padre.

“Pa, me ayuda a bajar, porfa. Es que estoy muy alto…”, rogó Iván. “¿Y cómo te subiste?”, preguntó su padre. “Usando la bicicleta,” respondió Iván, escondiendo parte de la verdad.

Su padre caminó hacia la piedra y sintió la presencia de alguien más en el lugar. Paró y miró hacia atrás pero no vio nada. Continuó caminando y al llegar a la gran esfera de piedra creyó ver una figura humana vestida de blanco detrás de la piedra. De nuevo, no pudo precisar nada. Ayudó a Iván a bajar y caminaron juntos de regreso al estacionamiento conversando sobre biodiversidad y ecología.

Iván devolvió la bicicleta a la baranda a la vez que su padre le comentaba a su madre y hermano que creía haber visto a alguien cerca de la esfera sobre la cual encontró a Iván. Daniel les recordó que por ahí asustaban, mientras le guiñaba el ojo a Iván pues sabía que no era posible subir por su cuenta a la esfera mayor.

20140426

Costarricenses bioalfabetas

En las tres ocasiones que don José Figueres Ferrer fue jefe del Estado costarricense tuvo al mismo Ministro de Educación, don Uladislao “Lalo” Gámez, indiscutible prócer de la Patria. Su gestión fue trascendental en el progreso de la educación pública del país.

Don Lalo también fue un buen padre de familia e inculcó, al menos en uno de sus hijos, una profunda sensibilidad por el entorno ambiental que lo rodeaba. Desde niño, Rodrigo sentía aguda curiosidad por la naturaleza y su rica diversidad de especies allá por los años 40 del siglo pasado.

En la universidad estudió Agricultura pese a no concordar con los métodos de enseñanza de la época donde el criterio técnico era el de “avanzar la frontera agrícola” y “abrir montaña” deforestando para cultivar el agro a gran escala. Pese a ello, terminó y se especializó en ciencias, con un doctorado en virología y hace 25 años fundó el Instituto de Biodiversidad (INBio), cuya obra, logros y lauros nos engalanan a todos los costarricenses, dentro y fuera del país.

En el año 2012, el Dr. Rodrigo Gámez Lobo fue distinguido con el Premio Midori en Biodiversidad otorgado por la Fundación Aeon japonesa. Su inspirador discurso al recibir el galardón se refirió a la bioalfabetización, que es la misión institucional del INBio. Luego conversamos acerca de la oportunidad de difundir este concepto desde Costa Rica y para el mundo, una tarea que se ha convertido en la espina dorsal de mi agenda personal y oficial. Afortunadamente, el mandato recibido por parte de la señora presidenta Laura Chinchilla para la gestión diplomática en Japón iba en la misma dirección.

En 2013 se hicieron 26 presentaciones públicas en las cuales se expuso el concepto de bioalfabetización adaptado a las necesidades y oportunidades del pueblo japonés, sus jóvenes, sector industrial, y por supuesto, su gobierno. Una de ellas fue en el TEDxTokyo, lo cual abrió puertas para que se divulgara el concepto globalmente por medio de Internet. Otra fue ante un grupo de expertos del USAID en su sede para Asia-Pacífico en Bangkok y también en una conferencia organizada por el Banco de Desarrollo de Asia para representantes oficiales de todos los países de la región, celebrada en Tokio.

Este 2014 presentamos la bioalfabetización en el TEDxPuraVida y también en una conferencia sobre gobierno inteligente en Medina, Arabia Saudita. Este mes nos ha invitado la sede de UNESCO en Vietnam para introducir la bioalfabetización en el diseño de una plataforma de educación digital sobre temas ambientales como parte de una trascendental reforma curricular que será implementada a partir de 2015. La herramienta se utilizará para capacitar a un millón de maestros de escuelas públicas que tendrán la responsabilidad de formar a 22 millones de niños de primero a quinto grado de la escuela.

Fue halagador que representantes oficiales del gobierno vietnamita expresaran su anuencia a incorporar la bioalfabetización en sus planes de estudio públicos. Mucho tiene que ver la herencia que les dejó su gran líder, Ho Chi Minh, quien, en su testamento, pidió que cada ciudadano sembrara un árbol.

Me quedan algunas reflexiones con las cuales concluyo: ¿Estamos bioalfabetizando a nuestros niños, empresarios, artistas, maestros, estudiantes, líderes y funcionarios públicos? ¿Ha sido suficiente que un millón de costarricenses hayamos visitado el INBioparque o debemos redoblar esfuerzos? ¿Qué impacto ha tenido la bioalfabetización en nuestra política pública y en nuestra política exterior?

El notorio liderazgo ambiental que hemos tenido y que nos ha rendido muchos frutos por varias décadas está perdiendo fuelle. Esta generación de líderes públicos tiene la singular oportunidad de dar un golpe de timón para renovar nuestro liderazgo global Hecho en Costa Rica. Queda claro que si nos bioalfabetizamos, haremos lo mismo con el resto del mundo.

20140415

Una agenda verde

Los últimos tres años, el Estado costarricense ha hecho múltiples esfuerzos por desarrollar una agenda de crecimiento verde con Japón. Este plan piloto ha tenido réditos que dan para creer en la oportunidad de emprender gestiones similares con otros países clave en nuestro entorno diplomático y comercial.

El fundamento de este experimento ha sido, en palabras de Porter, la creación de valor compartido, o sea, de qué manera podrían Costa Rica y Japón vincular sus fortalezas para generar nueva riqueza.

Así, se identificaron diversos sectores en los cuales existía este potencial: energías renovables, transporte bajo en emisiones, tecnologías de ciudad inteligente (smart city), bioindustria y turismo ecológico.

El gobierno japonés ha sido más que receptivo al respecto. Se aprobó un crédito de JICA (en inglés, Agencia para la Cooperación Internacional de Japón) para el desarrollo de tres nuevas plantas geotérmicas en Guanacaste, se firmaron dos líneas de crédito con el JBIC (en inglés, Banco de Cooperación Internacional de Japón) para el financiamiento de vehículos bajos en emisiones para el transporte público y para tecnologías eco-eficientes, y se firmó un JCM (mecanismo para el intercambio de créditos de carbono), el primero que Japón ha firmado en Latinoamérica.

Si bien aún no se ha cuantificado el impacto en reducción de emisiones que estos diversos proyectos tendrían para nuestro país, dejan claro que hay un compromiso serio y vigoroso de un socio internacional con la influencia geopolítica que tiene Japón para atender un problema tan grave como lo es el cambio climático, y que además nos permitiría acercarnos decididamente hacia la carbono-neutralidad, un estándar de política pública y responsabilidad social empresarial que Costa Rica procura establecer a nivel mundial.

La misma metodología utilizada en estos tres años con Japón se podría extender a otros diez países distribuidos en cinco regiones geográficas, y en los cuales Costa Rica ya tiene presencia diplomática, a saber: Corea del Sur y China en el Lejano Oriente, Australia y Singapur en el Sureste Asiático/Oceanía, Qatar e Israel en el Medio Oriente, Alemania y Noruega en Europa, y Estados Unidos y Brasil en las Américas.

El liderazgo que tiene Costa Rica al cabo de 60 años de esfuerzos en generación de energía renovable, conservación de ecosistemas y biodiversidad, y una dinámica económica a partir del turismo amigable con el medio ambiente, posicionan al país como ejemplo de desarrollo regenerativo, habiendo logrado triplicar su Producto Interno Bruto al tiempo que se duplicó la cobertura boscosa, todo en los mismos treinta años pasados.


En lugar de esperar a que las oportunidades lleguen a nuestra puerta, debemos salir a buscarlas o, mejor aún, innovar y crearlas nosotros mismos como ya se ha hecho.