Este cuento fue incluido como una de las 10 obras ganadoras del concurso y posterior publicación "Cuentos Verdes" en 2012, organizada y patrocinada por Lápiz de Bambú, Editorial Epsilem, Fundación Neotrópica y Su Papel.
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Daniel, el hermano mayor de
Iván, estudiaba en la universidad. Cursaba el tercer año de la carrera de
arqueología. Iván, un pre-adolescente en segundo año de colegio, admiraba a su
hermano y lo quería muchísimo. Esta era la primera vez que Daniel se iba de la
casa por un período prolongado e Iván anhelaba verlo de nuevo.
Los padres de ambos acordaron
visitarlo por el fin de semana en su estudio de campo en Diquís, adonde Daniel
afanosamente intentaba elaborar explicaciones académicas sobre las majestuosas
esferas de piedra de aquel misterioso valle. Hacía un mes que no lo veían.
Iván tenía prohibido este fin
de semana usar su perenne vídeo juego, que lo cargaba como un parásito adonde
fuera. Sus padres querían que prestara más atención al proyecto universitario
de su hermano y que interactuara más con la gente en el lugar. Así que después
de muchas horas aburrido en el carro desde la madrugada, finalmente pudo
estirar las piernas al mediodía al llegar a Palmar.
Hacía calor. Estaba muy
húmedo, como siempre y no se movía ni una hoja. Brillaba el sol y resplandecía
el cielo azul aunque se divisaban nubarrones grises y densos a la distancia que
presagiaban aguaceros. Llovería en la tarde. El sonido ensordecedor de las
cigarras era irritante para Iván.
Daniel los recibió con
abrazos efusivos. “Qué, Ivancho, en to’as?”, saludó a Iván. “Pura vida”, respondió este. “No se
pierda en los matorrales porque por ahí asustan”, advirtió Daniel.
Inmediatamente esto llamó la atención de Iván, acostumbrado a catacumbas y
acertijos en sus juegos de vídeo. Se desconectó de la conversación de su
hermano con sus padres y comenzó a explorar el terreno.
Había unas bicicletas
apoyadas en la varanda. “Y esas biclas?”, le preguntó Iván a su hermano. “La
roja es mía”, dijo Daniel. Procedió Iván a travesearla. La montó para dar una
vuelta y decidió entrar en uno de los senderos. Después de un par de curvas,
llegó a una explanada que más parecía un charral que había sido chapeado hacía
un mes. En el centro del lote yacía una enorme esfera de piedra. Pese a que
estaba a unos cuantos pasos de distancia, no se podía llegar en bicicleta entre
la maleza. Así que decidió volver al sendero.
Cuando volteaba la bicicleta
vio la silueta de una niña esconderse detrás de la piedra. “Ey!”, le gritó
Iván. Ella no respondió. Se bajó de la bicicleta y fue tras ella en el zacatal
que rodeaba la esfera. Era ciertamente enorme, de unos dos metros y medio de
diámetro y montada sobre una base también de piedra de unos 30 centímetros que
la hacía verse aún más grande.
“¡Ey!”, escuchó que le
decían. Iván miró hacia arriba y la encontró subida en la gran piedra. No podía
verle el rostro, sólo su silueta que lo cubría del sol. “¿Cómo se subió?”, le preguntó
él, asombrado. “Trae la bicicleta y te ayudo”, instruyó ella.
Él corrió entre la maleza que
alcanzaba la altura de sus rodillas y con dificultad forzó la bicicleta hasta
la piedra. La apoyó y se paró lentamente en la barra, después colocó un pie en
el asiento y otro sobre la manivela. Aún así, los brazos extendidos no le
llegaban al polo superior de la esfera que estaba caliente por el sol.
“¡No llego!”, reclamó Iván. La niña se acostó
boca abajo en la cúspide de la esfera y extendió sus brazos hasta que sus manos
encontraron las de él. “¡Salta!”, le ordenó ella mientras lo haló hasta arriba
con una fuerza y una sutileza que sorprendieron a Iván.
“¡Jué, qué alto!”, advirtió él, con asombro. “Cómo te llamas?”,
preguntó ella. “Iván”, respondió escuetamente. “Yo soy Azul”, replicó ella.
“Ese es tu nombre?”, cuestionó Iván. “Así quiero llamarme”, sentenció ella.
Azul no era una niña. Era una
anciana de piel arrugada y pelo blanco atado en una trenza. Vestía una camisa
blanca de manga larga que le bajaba casi hasta las rodillas y un pantalón de
manta color marrón. Su tono de voz era dulce, amigable. No sonaba como la
anciana que era y su fuerza tampoco era la de una persona mayor.
“¿Y qué hace aquí?”,
preguntó, curioso, Iván. “Aquí he vivido por mucho tiempo”, respondió Azul, “¿y
tú?” “Vine con mi familia a visitar a mi hermano.” “Daniel”, agregó ella, en
tono interrogatorio. “¿Cómo sabe? ¿Lo conoce?”, consultó él, sorprendido. “Sé
quién es, pero nunca hemos hablado. Le agradezco que quiera y cuide tanto mis
piedras”, dijo Azul, acariciando la roca en la que estaban ambos sentados.
“¿Son muchas?”, preguntó
Iván. “Cientos”, dijo ella, “pero quedan pocas aquí. Se las han ido llevando”,
agregó. “Quiénes?”, inquirió Iván. “Distintas personas. Estuvieron bien
resguardadas hasta que llegaron los que vinieron a botar el bosque y matar los
animales. Aquí había un bosque interminable lleno de humedales y miles de
animales. Todo se ha ido extinguiendo y sólo queda el recuerdo de lo que fue”,
dijo Azul, con evidente nostalgia.
“Yo no veo muchos animales
por acá, aparte de la cantidad de mosquitos y cigarras”, musitó Iván, creyendo
consolarla. “Si quieres, te enseño cómo era todo esto”, propuso Azul, “cierra
los ojos y te llevo con la mente.” Iván accedió.
“Toma una respiración
profunda y exhala lentamente,” comenzó Azul. “Sentirás que tu cuerpo es muy
leve y flota sobre la piedra…” Iván sintió que flotaba en el aire y comenzó a
visualizarse por encima de la piedra, luego por encima de la selva, y pronto
pudo visualizar las dos costas ricas del istmo centroamericano. “Vas a sentir
que viajas a la velocidad de la luz y más, y sentirás que transcurre mucho
tiempo en pocos segundos”, continuó ella. “Lentamente, volvemos a la piedra”,
murmuró Azul.
El descenso fue veloz y, al
aproximarse a la esfera, Iván percibió la selva diferente. Lo que era pasto y
maleza se había tupido de inmensos árboles. Volaban múltiples bandadas de aves
multicolores. Los sonidos animales provocaban un barullo escandaloso. Aves
piaban, congos aullaban, ranas croaban. Manadas de monos se desplazaban con
asombrosa agilidad entre las ramas de los árboles. Parecía que jugaban. Unos
eran de cara blanca. Otros más oscuros de brazos extensos. Aún otros, los más
ágiles de todos, bajaban al suelo, corrían, subían de nuevo, chillaban
ruidosamente. ¡La selva parecía estar de fiesta!
El suelo estaba cubierto de
hojas secas y había familias enteras de mapaches, tepezcuintes y zorrillos por
doquier. Una que otra serpiente anidaba o guindaba de los árboles. También se
divisaba algún ocelote con cría y una manada de tapires que recorrían la orilla
de un riachuelo.
“¿Cuánto tiempo ha transcurrido?”,
preguntó Iván “¡todo cambió muy rápido!”, exclamó. “Nos hemos devuelto 600 años
en el tiempo. Así lucía esta selva entonces”, afirmó Azul. “¿Y por qué cambió
tanto?”, consultó de nuevo él. “¿Un incendio?”, sugirió. “Ha habido muchísimos,
siempre. Cuando cae un rayo y algún árbol se incendia, el fuego se propaga
velozmente por las hojas secas del suelo. Eso le cae bien al bosque pues las
cenizas le agregan fertilidad a la tierra,” explicó ella.
“Tal vez algunos
extraterrestres vinieron y se llevaron los árboles,” continuó elaborando Iván.
“¡Te acercas a la respuesta correcta!”, anunció Azul. “Sólo que no eran seres
de otro planeta, sino de este mismo,” sentenció. “¿Y por qué lo hicieron?”,
inquirió Iván.
“Tu pregunta es pertinente.
La persona que entra al bosque a llevarse algo no lo hace pensando en causar un
daño sino en obtener un beneficio. Sin embargo, desconoce el costo que tiene
para el bosque aquello que se ha llevado. Podemos entrar al bosque y llevarnos
los frutos maduros de los árboles. Uno de los costos es el tiempo que le tomará
a esos árboles producir nuevos frutos maduros. Si entramos al bosque y nos
llevamos los árboles que daban frutos, el costo es mucho mayor pues, aparte del
tiempo necesario para que vuelvan a crecer nuevos árboles, tampoco habrá más
frutos,” ilustró Azul.
“Pero no todos los árboles
dan frutas”, afirmó Iván. “Precisamente,” agregó Azul, “el que se lleva el
árbol pensando no en sus frutos sino en su madera para leña o para construcción
sigue procurando el beneficio sin pensar en el costo de renovación del árbol en
el ecosistema.” Iván quería saber más: “¿Cuánto tiempo dura creciendo un
árbol?”
“Depende de la especie. En
estos bosques ha habido especies que requieren quinientos años para alcanzar la
madurez, como el guayacán real,” explicó Azul. “¡Quinientos años!”, exclamó
Iván, atónito. “Entonces si los sembramos hoy jamás los veré madurar!”, agregó.
“Así es. Sin embargo, los
miles de árboles de quinientos y más años de madurez han sido talados en
procura de beneficios que el bosque ha generado para algunas personas en el
pasado,” analizó Azul.
“Pero ¡nos hemos quedado sin
árboles! ¡No tenemos ni frutas ni madera…!”, recriminó Iván. “Ni bosque, ni
nidos de aves, ni hojas secas para producir nueva tierra,” añadió Azul. “La
degradación de un ecosistema desplaza la vida habitual del bosque –su hábitat-
y disminuye permanentemente la riqueza natural del medio ambiente,” explicó.
“¿Cómo se mide la riqueza del
bosque aparte de frutas y madera?”, consultó Iván. “El aire limpio y el agua
potable que consumimos viene, en buena parte, de los árboles que liberan el
vapor de agua que forma nuevas nubes y lluvia. También liberan oxígeno,
esencial para la respiración de las especies animales. Imagínate que tuvieras
que pagar por limpiar el aire y el agua. ¿Cuánto te costaría?”, planteó ella.
“Sería carísimo…”, intuyó Iván. “Y además prácticamente imposible que el ser
humano produzca todo el oxígeno y vapor de agua necesarios para que florezca la
vida en el planeta entero. Esos son servicios ambientales por los que no
pagamos pero son la esencia para la vida. Es la mayor riqueza que existe,”
concluyó Azul.
“Pero también necesitamos
comer y construir casas, mesas, sillas…”, declaró Iván. “Por supuesto, y eso
nos obliga a buscar el balance entre lo que podemos llevarnos del bosque y el
tiempo que tomaría regenerar aquello. Por ejemplo, si hay una siembra de manzanas
que produce suficiente para que todos comamos, pareciera que lo mejor es
llevarse las frutas pero no los árboles,” explicó Azul. “Continuemos la
visualización,” propuso ella.
Iván visualizó elevándose de
nuevo y desplazándose por encima del enorme bosque. Veía caudalosos ríos y voluminosas
cascadas rodeadas de un espeso manto pintado de diferentes tonos de verde.
Parecía tener la textura de una suave alfombra. Iván siguió los caminos
dibujados por las cascadas y los ríos elevándose entre las montañas cubiertas
de niebla, nubes y alguna llovizna.
“Estamos llegando al Gran
Valle del Jaguar,” anunció Azul. Iván divisó tres protuberancias a lo largo de
la inmensa cordillera. Los cráteres de tres volcanes eran imponentes muestras
de la entraña de la Tierra que busca salida para respirar y liberar energía de
vez en cuando.
“¿Por qué se llama así?”,
preguntó Iván. “Este lugar es sagrado,” inició Azul. “Por miles de años las
cenizas de estos volcanes han bañado el bosque del valle y lo han convertido en
la tierra más fértil de la región. Los árboles aquí crecen más rápido, más
alto, más fuertes. Los frutales dan frutos todo el año. Aquí siempre es fresco,
siempre es soleado, siempre hay agua. La fiesta de la selva que viste en el
Diquís aquí se hace carnaval. Aquí encuentras a los reyes de la selva porque es
donde hay más comida. Aquí reina el jaguar y la pantera. Son criaturas
imponentes, maravillosas,” agregó.
“¿Peligrosas?”, inquirió
Iván. “El jaguar y la pantera son celosos de su territorio, igual que muchos
otros animales e incluso los seres humanos. Ellos suelen buscar alimentos del
tamaño de sus necesidades. Son grandes cazadores. Pueden subir a los árboles y
nadar con agilidad. De noche son infalibles. Además, las panteras son
invisibles en lo oscuro, y además sigilosas, que de un zarpazo neutralizan a
cualquier presa. Por eso los pobladores de lugares aledaños consideran al Gran
Valle sagrado. Es hermoso,” manifestó Azul. “Al amanecer y al atardecer hay
estremecedor concierto de aves, desde el melodioso yigüirro hasta el armónico
cuyeo…”, continuó.
“¿Qué es un cuyeo?”, preguntó
Iván. “Hace días no se oyen. Su nombre es una onomatopeya, pues es una pequeña
ave que, con su característico sonido, pareciera estar diciendo ‘cuyeo…cuyeo…’”, explicó Azul. “Se han ido con los bosques, sobre todo con
las especies de árboles frutales que es de lo que se alimentan esa y otros
cientos de especies de aves más en estas tierras,” lamentó Azul. “Cientos?”,
repreguntó Iván. “Claro! Por aquí habitan más de ochocientas especies
diferentes de aves. Todas necesitan árboles para anidar o frutas para
alimentarse,” respondió ella.
Iván se visualizó
sobrevolando los bellos montes que dan inicio a las extensas praderas del
Pacífico norte. “Este es el bosque tropical seco, una joya en el ecosistema
planetario,” avisó Azul. “¿Cuál es su riqueza?”, consultó Iván. “Es un bosque
muy cambiante según la temporada. En época seca los árboles pierden su follaje.
Parecen esqueletos. Los animales grandes, como venados y monos, migran a otras
zonas en busca de comida. En la época de lluvias regresa la vida a la zona con
el florecimiento de árboles y el correr de riachuelos que forman grandes
lagunas y humedales río abajo. Regresan los venados, proliferan los anfibios
como ranas, serpientes e iguanas y abundan los monos.
“¿Es posible recuperar el
bosque?”, continuó preguntando Iván. “Claro que sí, sólo que toma muchos,
muchos años,” explicó Azul, “lo importante es sembrar nuevos árboles y
garantizar que llegarán a maduros. Eso es lo importante de proteger bosques
para la posteridad,” agregó. “¿Como los Parques Nacionales?”, consultó Iván.
“Exactamente,” respondió ella. “¿Y por qué no hay más parques nacionales?”, inquirió
Iván, siempre acucioso. “Es una buena pregunta y me temo que no tengo una buena
respuesta,” respondió Azul con franqueza. “Es un esfuerzo nacional que tiene
grandes beneficios para todos, no sólo para el pueblo sino también para la
biodiversidad local y para la vida en el planeta. Lo mismo se puede hacer con
las zonas costeras, protegiendo las que aún mantienen su ambiente natural o
tienen alguna característica particular en el ecosistema. Por ejemplo, las
playas donde anidan tortugas. Hay pocos lugares en el mundo adonde esto sucede.
En estas ricas costas anidan cinco de las siete especies de tortugas marinas en
el mundo,” celebró ella.
“¡Qué riqueza!”, exclamó Iván. “Sin embargo
pocas personas lo saben,” lamentó Azul. Todavía es mucho lo que se puede
avanzar en bio-alfabetización,” planteó ella.
“¿Qué es eso?”, preguntó
Iván. “¿A qué te suena?”, devolvió Azul. “Suena como a saber leer biología,”
sugirió Iván, casi riéndose. “¡Muy bien! Es saber leer y entender los procesos
biológicos, o sea, los procesos de la vida,” aclaró ella, y agregó: “Como el
ciclo del agua y del oxígeno que hablábamos antes, y el proceso de
descomposición de desechos orgánicos para la creación de nueva tierra fértil,
las cadenas alimenticias entre especies, la fotosíntesis para el crecimiento de
materia vegetal que es alimento para todos, y por supuesto que también es
importante entender el proceso del cambio climático del cual se habla hoy en
día.”
“¿El calentamiento global?”,
tanteó Iván. “Sí, esencialmente ese es el síntoma más evidente y es un aumento
en la temperatura a largo plazo en todo el planeta. En los últimos 30 años la
temperatura promedio en la Tierra ha subido casi un grado centígrado. Eso
afecta el ciclo del agua pues derrite el hielo en los polos y glaciares,
aumenta la evaporación de agua de mar y altera la estabilidad de ecosistemas,
conduciendo a miles de especies vivas a la extinción,” sentenció Azul. “¿Sabes
qué provoca el cambio climático?”, le preguntó a Iván.
“¿Serán los gases de efecto invernadero?”,
sugirió él, en tono interrogatorio. “Sí, en buena parte,” respondió Azul. “En
realidad el vapor de agua es uno de esos gases que retiene el calor en el
planeta e impide que regrese al espacio exterior. También hay un efecto
importante en el clima global por cuenta de la deforestación. Los bosques
absorben mucho carbono del aire, así que al cortar bosque reducimos la
capacidad del planeta de limpiar los gases contaminantes de la atmósfera,”
agregó.
“Entonces ¿cómo se resuelve
este gran problema?”, consultó Iván, preocupado. “Se requerirá un cambio de
conciencia. Esto sólo sucederá cuando entendamos las causas y consecuencias del
conflicto. Cada persona tiene un efecto en el medio ambiente. Debemos reducir
la degradación ambiental, o sea, el efecto negativo, y aumentar la
regeneración, que es el efecto positivo en el medio ambiente,” explicó Azul.
“Por eso es importante la
bio-alfabetización,” afirmó Iván. “Es esencial,” decretó ella, “si no
entendemos que vivimos en un planeta vivo, será imposible respetar los
elementos que hacen posible el florecimiento de la vida en el planeta,”
concluyó.
“¡Es muy interesante!”, exclamó Iván con
deleite, “hasta tengo ganas de ir a clase de ciencias el lunes!”
“Si quieres, regresamos a la
piedra,” propuso Azul.
Iván visualizó de nuevo las
planicies del Pacífico norte. Volaron por encima de la cuenca del gran
Tempisque hasta el Golfo de Nicoya. Desde ahí se veía el litoral imponente:
oleaje fuerte -no tan pacífico- brisa de mar, selva verde hasta la orilla de la
playa. En el mar se veían sombras grandes de ballenas con sus crías y sombras
más pequeñas de delfines, tiburones, atunes, peces espada y una innumerable
variedad de escuelas de peces de menor tamaño. Iván se sentía emocionado y
orgulloso de provenir de esta costa rica. ¡Riquísima!
Llegaron pronto a Sierpe, a
ese magnífico fiordo tropical que es el Golfo Dulce. Se adentraron sobre el
bosque y pronto divisaron la esfera de piedra y descendieron nuevamente sobre
ella.
“Ya puedes abrir los ojos,”
anunció Azul. “¡Qué experiencia más fantástica!”, exclamó Iván. Azul no
respondió. Iván miró a su alrededor y Azul ya no estaba. Cerró los ojos de
nuevo intentando visualizarla y no lo logró. Luego se percató de que no podía recordar
el rostro de ella. Recordaba su voz y su camisa blanca de manga larga y nada
más.
“¡Ydiay
güevinches! ¿Qué te habías hecho?”, escuchó la voz de su padre, quien estaba
en el sendero al borde del matorral que rodeaba la gran esfera de piedra. “¡Te
hemos buscado por todas partes! ¿Cómo te encaramaste en esa piedra?”, preguntó,
suspicaz, el señor. Había transcurrido una hora y estaban preocupados por Iván.
“¡Bajate de ahí y vamos a almorzar, rápido!”, comandó su padre.
“Pa, me ayuda a bajar, porfa.
Es que estoy muy alto…”, rogó Iván. “¿Y cómo te subiste?”, preguntó su padre.
“Usando la bicicleta,” respondió Iván, escondiendo parte de la verdad.
Su padre caminó hacia la
piedra y sintió la presencia de alguien más en el lugar. Paró y miró hacia atrás
pero no vio nada. Continuó caminando y al llegar a la gran esfera de piedra
creyó ver una figura humana vestida de blanco detrás de la piedra. De nuevo, no
pudo precisar nada. Ayudó a Iván a bajar y caminaron juntos de regreso al
estacionamiento conversando sobre biodiversidad y ecología.
Iván devolvió la bicicleta a
la baranda a la vez que su padre le comentaba a su madre y hermano que creía
haber visto a alguien cerca de la esfera sobre la cual encontró a Iván. Daniel
les recordó que por ahí asustaban, mientras le guiñaba el ojo a Iván pues sabía
que no era posible subir por su cuenta a la esfera mayor.