La semana pasada estuve por un
par de horas en un restaurante en République, el barrio parisino donde este fin
de semana un bar fue escenario de un horrible episodio de brutal y letal
violencia. Ayer me imaginaba en aquel mismo lugar corriendo despavorido desde
mi mesita en el rincón, empujando sillas y mesas intentando evadir las balas, siendo
golpeado y empujado por otros en la desesperada estampida, sintiendo los latidos
del corazón en la garganta y la adrenalina
invadiendo todo mi cuerpo, enfocado en escapar de aquella infernal escena
demencial, siendo alcanzado por una bala mortal y sabiendo que ese era el fin
de mi historia: asesinado al azar, víctima de la enajenación que ha invadido a
muchos hombres de mi generación.
La enajenación es el
distanciamiento o pérdida de contacto con la realidad. Entre las múltiples
causas que podrían conducir a ella están el consumo de drogas, el fanatismo
deportivo, la ficción de los libros, películas de cine y vídeo juegos, la
religión, la exclusión social, la violencia y toda forma de adoctrinamiento. Los
perpetradores de estos atroces actos de terror, en París y en otros lugares
alrededor del mundo, están enajenados.
No hay una causa o explicación
simple. Algunos de ellos pertenecen a la “generación perdida”, muchachos que
migraron a Europa siendo niños y fueron marginados por la sociedad. Desde el 11
de setiembre de 2001, los musulmanes en el mundo entero han sido injustamente
estigmatizados como una cultura violenta con una religión violenta. Ellos crecieron
bajo la promesa de un futuro más próspero pero la crisis económica más grande
en décadas ha mantenido a millones de adultos jóvenes, educados y saludables,
desempleados y desprotegidos. Han sido víctimas de violencia estructural, que
es cuando un sistema desarmonizado inflige dolor y sufrimiento a un grupo de
personas. La violencia siempre engendra violencia. Ellos se han convertido en
reclutas idóneos de organizaciones paramilitares que están librando una guerra
de enajenación. El así llamado “Estado Islámico” es el tipo más notorio,
estructurado y poderoso de organización enajenada.
La civilización no es inherente
a la humanidad. Como especie, hemos evolucionado sociopolíticamente hasta
convertirnos en seres civilizados. Entre los valores civilizados, considero que
la paz es el más precioso, forjado a lo largo de milenios, a través de culturas
y generaciones que han visto y peleado largas y mortíferas guerras y han sido
expuestas a niveles viciosos de violencia. En ese contexto, pido prestada la
definición de paz de Galtung: la habilidad de transformar conflictos de manera
creativa y empática. Esta es, en gran medida, la manera en la que muchas
naciones alrededor del mundo lidian con conflictos. Desafortunadamente, ese aún
no es el caso para todas las naciones.
Para quienes aspiramos a ser
civilizados, tenemos la obligación de comportarnos y reaccionar pacíficamente,
esto es, con empatía aún hacia los perpetradores -tan difícil como resulte- y
de manera creativa en busca de soluciones para un conflicto que es más profundo
y extenso de lo que nos gustaría creer.
No existe diferencia entre una
matanza dentro de un teatro en París durante un concierto de rock o en una sala
de cine en Colorado durante la proyección de una película de Batman. No existe
diferencia entre un tiroteo en un bar en République y un tiroteo en una
guardería de preescolar en Newtown, Connecticut. Los verdugos perdieron
contacto con la realidad. Gandhi decía que las armas no son el problema, pues
siempre había un dedo que halaba el gatillo. El problema yace dentro de
nosotros mismos, en nuestras creencias, en la estrechez de mente y en la
arrogancia que nos hace interpretar que estamos en lo correcto mientras otros
están equivocados.
Sugerir que una particular
religión es culpable por esto es equivalente a lo que hizo Hitler: estigmatizar
y perseguir a los judíos durante el Holocausto, un genocidio que pertenece a un
episodio incivilizado de la historia de la humanidad.
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